miércoles, 11 de agosto de 2010

Tres principios en enfermería

La difícil situación en la cual una persona previamente enferma, o no, se ve reducida al llano mantenimiento de sus funciones vitales, no deja de ser ominosa para quienes deben asumir los cuidados de quien, hasta ese momento, vivía tan consciente e independiente como el que más; como cualquiera de nosotros.

Las enfermeras –también hay enfermeros, lo sé- se forman para cuidar; a diferencia de la educación médica, ellas han de apegarse a una serie de actitudes encaminadas no directamente a quitar la enfermedad como a ocuparse en…, como a acompañar el delicado curso de una vida en peligro, en fin, a cuidar.

Primer principio: cuidar la individualidad del paciente.
Recién, la realidad cotidiana de mi amiga V., maestra de enfermería, se vio trastocada por un doloroso acontecimiento: su madre, bella mujer y enfermera jubilada, debió ser intervenida quirúrgicamente a fin de salvar su vida de un tumor en el cerebelo.
Al verme inmerso entonces como asistente en los cuidados post-operatorio de aquella mujer, ya inconsciente y en cama, no imaginaba la dura pero luminosa lección por venir. A pesar de que solo participaba en sus cuidados pocas horas a la semana, quedó huella en mi de aquella experiencia artesanal. Por hablar solo del aseo personal de la paciente -el cual tomaba más de una hora-, recuerdo el énfasis que hacíamos en tratar a la paciente con mucho pudor y respeto; su individualidad se refería a ello: aún en condición de impotencia, ella seguía siendo persona.

Segundo principio: mantener sus funciones fisiológicas en equilibrio.
La limpieza de catéteres, sondas y demás artefactos de acceso a su cuerpo, así como la alimentación forzada y la aplicación de medicamentos varios, tomaba alrededor de dos horas más. Aúnense a ello los cambios de posición corporal cada dos horas a fin de evitar las temibles escaras (o llagas en la piel), consecuencia de la prolongada postración en cama.

Tercer principio: protegerlo(a) de causas externas a su enfermedad.
Tras varios días de aquella labor desgastante y meticulosa, comencé a admirar el tecnicismo riguroso de mi amiga quien, a pesar del dolor y la desesperación por la condición de su madre, ejecutaba con determinación, a cada paso, aquellas directrices que la habían forjado como enfermera. Uno puede ser incapaz de dimensionar la gran atención que debe tenerse para atender a un paciente reducido a una completa vulnerabilidad: riesgo de caídas, asfixia con su propia saliva, hipotermia por no poder cobijarse sólo, ulceraciones por mantener un miembro sobre la misma posición sobre el colchón durante horas, etc.

Un principio no es solo un punto de partida sino una norma o idea para dirigir nuestra acción, las enfermeras han elegido una dirección en sus vidas que las conduce muy cerca del rasgo más propio del ser humano: su fragilidad. Tratándose de un tesoro, la fragilidad no es una patología a curar, sino un bien a cuidar, uno que posibilita a los humanos buscar, moverse, inventar, crear… Ciertamente nos causan angustia las inevitables pérdidas pero ellas también son un principio, el de una vida nueva.

Con gratitud para Vic. Ca.

Angel Pereyra

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