viernes, 28 de enero de 2011

¿Cómo medimos la humanidad?, sobre El hombre elefante, de David Lynch

Cuando conoces la historia de Joseph Merrick, mejor conocido como el hombre elefante, no sé por qué lo llaman John,  te sientes aterrado ante la maldad humana. Mucho peor que la bestial, la de las bestias. Cuando ves la cinta de David Lynch (USA, 1946) te das cuenta que eres un miserable ser, el más despreciable engendro de la vida. Joseph Merrick fue encontrado por el doctor Frederick Treves en un circo. Lo señalaban como el aborto nacido de una mujer a quien atacó un elefante salvaje. La cinta de David Lynch comienza así justamente. Con el sueño de Merrick, con esa aterradora pesadilla donde su madre es ultrajada por el paquidermo. La esforzada visión de Lynch ante los pesares de Merrick no es nada comparado con la cruda realidad de esta historia. Merrick es rescatado para el circo de la ciencia por Treves (Anthony Hopkins jovencísimo). La duda que nos deja Lynch ante esta dualidad curiosa es esa precisamente, quién es más inmoral, si el despreciable “dueño” de Merrick o Treves por sacarlo de donde tenía cobijo para exhibirlo ante los científicos, como un fenómeno más, pero ahora visto por la ciencia. ¿Qué ojos son mejores? ¿Los del sabio porque ven con bondad, los del feriero porque ven al fenómeno como mercancía? Treves se cuestiona estas cosas porque sabe que su aprecio por el hombre elefante no es más que su anhelo por subir en la escala social de la medicina. No es lo mismo el médico de pueblo que Louis Pasteur. Joseph Merrick (John Hurt en su mejor actuación) lidiará no sólo con las crueles vistas nocturnas de un borrachín que lleva a prostitutas y maleantes a juguetear con el fenómeno sino con los hipócritas sentimentalismos del doctor Treves. Merrick, en la visión de Lynch, es una analogía de Cristo, un horrible Cristo que salva a la Humanidad. El sacrificio de Merrick al ser devuelto al circo, donde los fenómenos se encargan de salvarlo, es verdaderamente la peor parte de la cinta. Merrick regresa al hospital a morir. No tiene salvación. Ha sido exhibido en ferias y salas de conferencias, ante mendigos y científicos. Ninguno mostró piedad por él. Sólo la princesa, esa, la histórica princesa de Gales, esposa de Eduardo, el alegre príncipe disipado, modelo de la última década del siglo XIX, papel que interpreta medianamente bien Anne Bancroft, es la que siente piedad por él, por este desdichado del que todos abusan, del perdido  entre sombras, del que balbucea al hablar, del que tiene una inmensa cabeza, del que duerme con 10 almohadas, sentado, porque dormir como todos le provocaría asfixia. Así se decide a morir Joseph Merrick, asfixiándose, cortándose el aire, perdiendo para siempre la única cosa que no ha sido valiosa. La vida misma. Merrick es el luchador vencido, el héroe de nuestros sueños, sería mejor decir de nuestras pesadillas, que resultó muerto por su fealdad, por su absurda fealdad. ¿Lo resumimos en una sola palabra? Discriminación. Merrick fue víctima de la sociedad inglesa en el tiempo en que la sociedad victimaba a los diferentes. Véase si no el caso de Oscar Wilde. Merrick y Wilde son hijos de la misma desgracia, seres diferentes a quienes la sociedad les exige diversión, malabarismo, funambulera distracción. Cuando el monstruo se atreve a pensar, cuando les dice sus verdades a la sociedad, entonces la sociedad  se lanza sobre ellos, los acogota, los jode, los asfixia. A Wilde con la cárcel, a Merrick con sus almohadas. El sueño, como todas las metáforas lynchianas (vean el sueño del joven Muad'Dib en la cinta Dunas, véase el de Sailor en Corazón salvaje) es el área de sufrimiento, es donde el protagonista sufre lo indecible, lo peor, lo más horrendo. Significativamente, el sueño es la salida de Joseph Merrick. Es la única forma en que morirá siendo lo que no fue. Humano. Esta cinta es verdaderamente un canto a la desgracia. Lynch no concede. No es una cinta para pesimistas ni para optimistas. Los primeros saldrán a suicidarse, los segundos criticarán el aura de feroz redención que la circunda. Es una de las mejores cintas del realizador norteamericano, digna de verla. Quizá no de volverla a ver.

Vicente Gómez Montero,
escritor y guionista

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